En los manuales antiviolación se nos explica a las mujeres qué podemos hacer para evitar agresiones y se recomienda no resistirse en algunas ocasiones para evitar «males mayores». También lo ha asumido así el Tribunal Supremo cuando no exige que la víctima ponga en riesgo su vida o integridad para la defensa de su libertad sexual. Sin embargo, hoy parece que la diferencia entre agresión y abuso sexual, entre la existencia o no de violencia o intimidación, depende de lo mucho que grites, de la cantidad de veces que digas no, de que tengas marcas de autodefensa y, sobre todo, de que acuses de tal manera el golpe que tu vida no pueda ser nunca más normal. ¿Cómo explicar, ya no desde el punto de vista jurídico sino humano, que el hecho de que cinco hombres a quienes su propios abogados han calificado de «verdaderos imbéciles, simples y primarios» (sic) metan a una joven en un portal, sin posibilidad de sustraerse a su fuerza, y la penetren por turnos oral, vaginal y analmente se hace sin violencia o intimidación? ¿Cómo explicar que la pasividad y atonía de la víctima no eran indicios de que estaba disfrutando sino de lo contrario? ¿Cómo le digo a mi hija que si le pasa algo así no puede volver a llevar una vida normal, ni reírse, ni salir, ni hacerse fotos porque será juzgada socialmente con más ahínco que sus agresores? ¿Cómo explicar el miedo, la angustia, el dolor de saberte vejada y tener que justificar tu conducta? El problema no es tanto una sentencia, fundamentada y argumentada jurídicamente, que no satisface a ninguna de las partes y será recurrida por todas, sino la distancia existente entre la percepción ciudadana de lo justo y la aplicación de las leyes de las que nos hemos dotado. Cuando el veredicto jurídico no se ajusta al social, se corre el riesgo de que la Justicia no nos valga y de cuestionar la legitimidad de un sistema que hace que no nos matemos entre nosotros. Cuando no hay justicia, hay venganza. Y eso es lo peligroso.